Casi se oyen sus quejas: ¿No habíamos quedado en que las revoluciones eran cosa del pasado? Los tertulianos siempre fueron unánimes en esto al menos: en el mundo feliz del mercado libre, bajo la mirada atenta de la “comunidad internacional”, las revoluciones eran no sólo innecesarias, sino que eran casi impensables, fuera de los delirios de los radicales.
Incluso muchos críticos del sistema limitaron sus aspiraciones a pequeñas reformas, llevadas a cabo por las instituciones o las ONG, o bien implementadas dentro de “espacios liberados”.
La idea de que millones de personas se levantaran para derribar al Estado se limitaba a una minoría de la minoría anticapitalista. Pero ahora está ocurriendo, en un país tras otro.
Ahora dicen que todo se debe a “factores excepcionales”. Factores tan excepcionales como un gobierno autoritario, o bien una administración débil; la pobreza extrema, o bien la existencia de una clase media educada; el uso libre de internet, o bien una torpe censura; la existencia de fuertes movimientos sociales, o bien su ausencia.
Incluso los todólogos televisivos deben saber que estos factores no son nada excepcionales.
Lejos de ser cosa del pasado, la revolución es muy actual y bastante frecuente. ¿Por qué es así, y qué significa para la gente que queremos cambiar el mundo?
La revolución es real
El punto clave es que el mundo no se desarrolla y cambia de manera continua y gradual. Más bien, los períodos más o menos largos en los que parece que todo sigue igual, de repente, dan lugar a fases en las que las cosas pueden cambiar muy rápidamente.
Todas las sociedades de clases tienen una contradicción fundamental. Por un lado, dependen de una dinámica de desarrollo económico, muy fuerte en el caso del capitalismo, que a su vez crea la posibilidad de cambio social. Por otro, la clase dirigente establece instituciones, sobre todo el estado, para protegerse frente a la mayoría explotada.
El capitalismo sólo sobrevive porque, normalmente, sus estructuras defensivas —desde la policía y el ejército hasta las ideas en la cabeza de la gente— son suficientemente fuertes como para contener las amenazas. Pero no pueden evitar que, por debajo de la superficie, crezcan las tensiones.
La economía se globaliza, pero cada estado se arma para la guerra. El sistema nos agrupa en lugares de trabajo y ciudades cada vez más grandes, a la vez que intenta aislarnos los unos de los otros. El capitalismo crea enormes riquezas, pero las disfruta una minoría mientras los demás viven en la pobreza.
En el ámbito personal, la gente soporta humillaciones durante años: tener que aceptar a un imbécil como jefe; tener que pedir dinero para llegar a fin de mes; tener que pagar una fortuna por un sitio para vivir; muchas mujeres tienen que aguantar con sonrisas a un jefe acosador; mucha gente inmigrada vive bajo la amenaza del grito policial, “papeles”, etc.
Llega un momento en el que una chispa hace que todo eso explote. Importa poco cuál es “la gota que colma el vaso” —un suicidio desesperado, un abuso policial, la inspiración en una victoria de otro lugar…— ni los medios que los activistas utilicen para comunicarse —hoy Facebook y Twitter; en 1917, el teléfono o telegrama; en la revolución francesa, las cartas…— la clave es que la gente tenga motivos de sobra para rebelarse.
Esta explosión puede romper la estructura de fuerza y miedo que mantiene al sistema intacto. La revolución egipcia ha demostrado que incluso el estado más brutal no puede derrotar a un movimiento masivo y amplio, si éste se mantiene firme. Se vio como los rangos bajos e intermedios del ejército, e incluso algunos policías, se pusieron del lado de la población.
El punto débil básico del capitalismo es que sólo beneficia a una pequeña minoría; cuando la mayoría se da cuenta de ello, y actúa en consecuencia, esta minoría intenta cobrarse un precio muy alto, pero al final tiene que caer.
Lo político y lo social
Los grandes cambios entre modelos sociales los producen las revoluciones, como la de Inglaterra en 1642, o la de Francia en 1789. Pero si las revoluciones sólo se dieran para pasar de un tipo de sociedad a otra —esclavismo, feudalismo, capitalismo y finalmente socialismo o comunismo— sólo ocurrirían una vez cada muchos siglos. No es así por dos motivos.
Por un lado, porque no todas las revoluciones logran sus objetivos: ha habido muchas revoluciones obreras, pero hasta ahora, ninguna ha logrado acabar totalmente con el capitalismo. Por otro, porque también se dan revoluciones que, al menos al principio, se plantean objetivos —por ejemplo, derribar a un dictador, conseguir la liberación nacional…— que pueden ser muy importantes, pero que no necesariamente implican romper con el capitalismo. Son revoluciones democráticas, o políticas, pero éstas pueden convertirse en revoluciones sociales, abriendo el camino a una sociedad totalmente nueva. No es automático; depende de la dinámica de la propia revolución y del balance de fuerzas políticas en su interior.
Por este motivo, quienes, incluso dentro de la izquierda, quitan importancia a lo ocurrido en Egipto y niegan que sea una revolución, se equivocan totalmente. No se puede evaluar todo en función de quién forma la nueva administración egipcia o de qué ponen en sus declaraciones. Por supuesto que ahora el gobierno lo forman generales que no quieren una democracia real, ni mucho menos una justicia social. Pero la revolución no es un solo día que lo cambia todo; es un proceso, y un proceso que no finalizó al caer Mubarak el 11 de febrero.
Las grandes movilizaciones de enero y febrero crearon una dinámica que sigue entre la población, especialmente entre la clase trabajadora. Millones de personas participaron directamente en las protestas de la Plaza Tahrir, y en sus equivalentes en otras ciudades. Ahora, han vuelto a sus barrios y a sus lugares de trabajo, llevando el espíritu de Tahrir —libertad— consigo. Están estableciendo sindicatos independientes, que combinan demandas económicas y políticas: un salario mínimo de tres o cuatro veces el actual; el despido de los ejecutivos corruptos; la renacionalización de todas las empresas privatizadas; la mejora de la atención sanitaria… Incluso se está planteando la creación de un nuevo partido de las y los trabajadores.
Ocurrió algo parecido en Rusia en 1917. Una larga serie de luchas, interrumpida temporalmente por la Primera Guerra Mundial, de manera imprevisible explotó en una revolución política en febrero de 1917. El Zar —un déspota brutal— cayó, pero el Príncipe Lvov que asumió el poder no era ningún bolchevique; presidió un gobierno dominado por la derecha. Rusia continuó en guerra; los capitalistas y terratenientes siguieron con sus fábricas y sus tierras. ¿No había pasado nada aquí? En absoluto; se abrió un proceso de organización obrera, de luchas económicas y políticas, del gradual crecimiento entre la población —especialmente entre la clase trabajadora, pero también entre los soldados y campesinos— de la idea defendida por los bolcheviques, de que se tenía que acabar con todo el sistema capitalista. Al final, en octubre de 1917, se convirtieron en mayoría, y se llevó a cabo una nueva revolución, esta vez social; dieron los primeros pasos hacia la creación de una sociedad socialista. Que fueran aislados por el fracaso de la revolución en el resto de Europa y que la revolución acabara ahogada por Stalin no resta nada a su logro.
La revolución egipcia —y muy posiblemente otras revoluciones en marcha, especialmente la de Túnez— podría hacer realidad, por fin, el sueño de 1917.
Un argumento, ya muy gastado, es que se va a repetir lo ocurrido en la revolución iraní de 1979. Pero la subida al poder de la corriente islamista de Jomeini no fue inevitable; se debió al nefasto papel jugado por gran parte de la izquierda. En nombre del “antiimperialismo”, el partido comunista iraní, el Tudeh, ayudó al ayatolá a reprimir a la izquierda radical, a los consejos obreros, a las mujeres, a los kurdos… Al final, Jomeini los reprimió a ellos. Pero no se debe pasar del apoyo ciego a la clase media islamista al apoyo ciego a la clase media ‘laica’ o a los militares; ahora mismo en Egipto, éstos quieren acabar con las huelgas y que todo vuelva a la ‘normalidad’.
Por suerte, la izquierda radical egipcia tiene una visión mucho más dialéctica; colaboran con los Hermanos Musulmanes donde coinciden —por la democracia, en solidaridad con Palestina— pero sin perder nunca su independencia. Y siempre que haga falta, por ejemplo en cuestiones de libertad sexual y religiosa, los critican sin ambages. De todas maneras, si bien hay corrientes islamistas presentes en todas las revoluciones en marcha, no las controlan, sino que se ven arrastradas por ellas.
Las revoluciones se hacen desde abajo
Al reconocer que los islamistas no están al mando, algunos argumentan que “estas revoluciones no tienen ideología” o que “aquí no hay partidos”.
Esto es cierto si se comparan con las luchas guerrilleras y anticoloniales de los años 50 y 60. Aquí había un partido dominante —típicamente muy militarizado— con una ideología muy fuerte —aunque no muy coherente— de nacionalismo y socialismo estatal. A corto plazo, esas revoluciones supusieron un paso adelante, pero casi todas se convirtieron en regímenes dictatoriales. Algunos de ellos están cayendo ahora.
Aquellas revoluciones triunfaron porque sus dirigentes desarrollaron mejores estrategias que las del estado y los generales. Las revoluciones desde abajo —como la de 1917 y, hasta ahora la de Egipto— triunfan porque la gente se rebela contra sus generales. La marca de una revolución social es la explosión de creatividad y autoorganización desde abajo: Lenin lo describió como el “festival de los oprimidos”.
En tal situación, no puede haber partido único, ni ideología única. Las ideologías que dominan en cada momento son fruto de la experiencia de la gente en la revolución, y de la capacidad de las diferentes corrientes ideológicas dentro de ella de plantear respuestas a los problemas que surgen.
La clave para la izquierda consecuente es impulsar la organización independiente desde abajo, principalmente de la clase trabajadora, y luchar dentro de ella por las ideas revolucionarias.
Pero esto implica tratar con la clase trabajadora, y con otros sectores populares, en toda su diversidad, incluyendo influencias nacionalistas, islamistas, cristianas, y esperemos, cada vez más de izquierdas.
La revolución… hoy y aquí
Ha sido el gran logro de los pueblos del mundo árabe el haber devuelto a la orden del día la revolución social de masas: caótica, a veces trágica, pero enormemente fértil. Del Magreb hasta el Golfo Pérsico, e incluso más allá, crece la exigencia de democracia y justicia social.
Quizá sea demasiado esperar que se acaben las aburridas alocuciones acerca de la incompatibilidad entre el Islam y la democracia, o de las limitaciones culturales de la gente árabe. Los tertulianos —de la TV, o del bar de la esquina— seguirán hablando. Pero ahora millones de personas saben que dicen tonterías.
Debemos preguntarnos: hay algo especial en el norte de África y en Oriente Medio que hace que sus gentes sean excepcionalmente proclives a la libertad y a combatir la opresión? No. Por supuesto cada país, ciudad o región tiene sus especificidades, pero si algo ha conseguido la globalización es que haya gente por todo el mundo que lleva la misma ropa, que escucha la misma música, que mira las mismas películas (seguramente bajadas de casi las mismas páginas web, diga lo que diga la Ley Sinde). Sobre todo, hay gente trabajadora que sufre los mismos problemas cotidianos: por ejemplo, un gran objetivo del nuevo movimiento sindical egipcio es combatir la precariedad laboral.
Las revoluciones en marcha demuestran que la revolución no es algo imposible e irreal, sino una respuesta racional ante ciertas situaciones. Por supuesto, las condiciones específicas que llevan a la explosión son diferentes en cada país. Tan diferentes que no hay un patrón que permita descartar ningún lugar, diciendo que aquí no pasará algo parecido.
Los gobiernos se sienten amenazados en todas partes. El Gobierno chino ha endurecido su control en internet, prohibiendo que se busque cualquier término relacionado con Egipto o la revolución. En Zimbabwe, el viejo dictador Mugabe ha puesto sus barbas a remojar, haciendo detener a los 50 asistentes a un acto sobre Egipto y Túnez de la Organización Socialismo Internacional, grupo hermano de En lucha en ese país. Mientras El Cairo seguía en llamas, Belgrado vio la mayor protesta en muchos años, contra la pobreza y la corrupción del gobierno serbio.
Lo más increíble ha sido la serie de protestas, con decenas de miles de personas, en Wisconsin, EEUU, contra los recortes salariales y los ataques a los derechos sindicales. Reconocen que se han inspirado en Egipto y Túnez, así como en las movilizaciones estudiantiles de Gran Bretaña. Las protestas ya se han extendido a otros estados en los que nuevos gobernantes, seguidores del Tea Party, proponen ataques parecidos.
No hay motivo para pensar que algo parecido sea imposible en el Estado español. El pacto de las direcciones sindicales con ZP es un paso atrás, por supuesto, pero no cambia lo fundamental. Aquí, como en el resto del mundo, la clase dirigente quiere que nosotros paguemos su crisis; recortando servicios sociales, salarios, derechos democráticos, etc. Los pactos y las concesiones no reducen la rabia y la frustración de millones de personas. No es automático que éstas estallen en una dirección progresista; la extrema derecha quiere aprovechar la rabia para fomentar la xenofobia. Pero, como un río subterráneo, tarde o temprano saldrá a la superficie.
Si cuando ocurra, la minoría radical se encuentra encerrada en sí misma, sin conexiones con el resto de la gente, no podremos ayudar a que la lucha avance. Pero si aprovechamos el período actual, no para apartarnos de los demás, sino para establecer redes entre toda la gente que quiere un cambio, más allá de las diferencias programáticas; si aprendemos a hablar con palabras comprensibles de la necesidad de acabar con el capitalismo; entonces las posibilidades serán enormes.
Lo hemos visto en Túnez y Egipto, lo estamos viendo en Bahrein, Libia… incluso en EEUU; haga lo que haga la clase dirigente, la gente es capaz de cambiar el mundo. Una revolución es posible. La victoria no es inevitable. Depende, en parte, de si las y los activistas de hoy somos capaces de prepararnos para mañana.
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