Marcelo Colussi
¿Hacia una cultura de la no-violencia y del entendimiento?
Ahora bien, tanto la historia como la observación cotidiana de las relaciones interhumanas muestran que el aseguramiento de la paz es una meta de difícil obtención. Es una aspiración necesaria, imprescindible incluso. Pero si el conflicto es la razón de ser de lo humano no puede pretenderse eliminarlo; en todo caso, y en nombre de una genuina cultura de la no violencia –siguiendo a Estanislao Zuleta– "es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo". Un mundo paradisíaco libre de conflictos y regido por el amor incondicional no pareciera muy humano; es esa la aspiración de los diversos pacifismos y religiones, pero no debe olvidarse que en nombre del amor también se puede ser violento y cometer las peores barbaridades. En todo caso, y como algo más posible, el aseguramiento de la paz está más en dependencia del respeto de las leyes y del rechazo de la impunidad. La ley nos aleja de la violencia. Prepararse para la paz es asegurar el estado de derecho, y no la acumulación de armas.
De todos modos "la ley es lo que conviene al más fuerte", dirá Trasímaco de Calcedonia en su diálogo con Sócrates en "La República" platónica. Interesante afirmación; la ley no es necesariamente justa. La historia humana hasta la fecha muestra diversos ordenamientos sociales que no han beneficiado a las mayorías precisamente. Contra esas injusticias se han levantado, y seguramente lo seguirán haciendo, grupos opositores al orden constituido, subversivos en el más cabal sentido de la palabra: Espartaco y sus seguidores contra el Imperio Romano, los iluministas franceses contra la monarquía absolutista, los padres fundadores estadounidenses contra la metrópoli británica, las guerrillas latinoamericanas del siglo XX, los diversos nacionalismos del Tercer Mundo. Cualquier orden legal imperante que organiza la vida social, hasta ahora y como una constante, es perfectible. Eso es lo que enseña toda la historia de la Humanidad: una interminable sucesión de conflictos sociales en búsqueda de mejores condiciones de vida para las grandes masas. Por cierto que la historia no ha terminado, como dijera Francis Fukuyama sobre la cresta de la ola neoliberal de los pasados años, lo cual se desprende de una simple mirada a nuestro alrededor donde se siguen registrando injusticias sociales intolerables; de hecho, gente que muere de hambre pese a todo el desarrollo técnico. La ley imperante, que conviene al más fuerte sin dudas y que se mantiene en virtud del ejercicio de una violencia legalizada, es también convencional. Puede cambiar, como han cambiado a través del tiempo los distintos modelos sociales, por medio de transformaciones que, irremediablemente, deben recurrir a la violencia para imponerse. La actual economía de libre mercado y democracia parlamentaria se construyó sobre la cabeza guillotinada de los monarcas, no olvidemos, y ese acto inaugural –sangrientamente violento por cierto– del sistema capitalista es la fuente inspiradora de todos los actuales derechos humanos.
No podemos prescindir de la violencia porque ella es parte de lo humano, pero esto no debe llevar a su resignada aceptación, ni mucho menos a su entronización. De esto sólo se seguiría fatalmente su apología. Si bien la violencia está entre nosotros, hay que trabajar denodadamente en la preparación para la paz. Que nuestra constitución psicológica tenga que ver con la violencia no significa que toda la sociedad esté regida exclusivamente por ella; también es posible y necesaria la tolerancia de las diferencias, la aceptación del otro distinto. Si no, debería aceptarse que las injusticias son de carácter natural, y por tanto nada podría hacerse al respecto. Y definitivamente algo puede, y debe, hacerse en contra de las injusticias.
Si se terminasen las injusticias en el mundo ¿se terminaría la violencia? Quizá así planteado el problema no ofrece salida. Por lo pronto, a partir de la experiencia de la que podemos hablar la actual, nuestra historia como especie es imposible pensar en una sociedad sin disparidades (y ya no sólo las económicas, que quizá puedan superarse si el socialismo triunfa en todo el mundo, sino las de género, de edades, de tradiciones, de generaciones). De hecho un orden social que legitima no sólo diferencias sino flagrantes injusticias es una fuente de violencia. En la actualidad era de la revolución científico-técnica, de la conquista espacial y de los logros más inimaginables del ingenio cada siete segundos muere de hambre una persona en el mundo, y cada segundo nacen tres nuevos seres, siendo que dos de esos nacimientos se producen en un barrio marginal de una gran urbe del Tercer Mundo, con lo que el nuevo venido a la vida ya tiene bastante trazado su futuro, no muy promisorio por cierto. Todo esto es una injusticia en términos humanos, y al respecto coinciden tanto el Vaticano, las izquierdas y el Fondo Monetario Internacional. Ese orden social imperante es intrínsecamente violento; de ahí que, si desde el estado de derecho general, globalizado para decirlo con un término actual, se ejerce una violencia originaria, las acciones que se sigan probablemente han de ser igualmente violentas: cada vez mayor delincuencia, oleadas imparables de inmigrantes ilegales rumbo a la prosperidad del Norte, aumento de la narcoactividad, ciudades crecientemente peligrosas, actos mal llamados terroristas en el lugar menos pensado, y consecuentemente una proliferación como nunca antes de armas, agencias de seguridad y sistemas de alarma cada vez más sofisticados.
¿Acaso el mundo actual es más violento que el de otros momentos históricos? Pregunta imposible de ser respondida en forma terminante; Freud, en ocasión de marchar al exilio ante la invasión nazi, dijo: "ahora queman mis libros, en la Edad Media me hubieran quemado a mí. Hemos progresado". Junto al estremecedor arsenal nuclear que la Humanidad ha acumulado actualmente, con posibilidades de destrucción masiva como nunca antes, también se ha avanzado considerablemente en la defensa de los derechos humanos; de hecho se legisla sobre delitos de lesa humanidad, la degradación ambiental, el aborto o la eutanasia como nunca en la historia se había hecho, con lo cual se van sentando precedentes para la construcción de sociedades más equilibradas y tolerantes. ¿Progresamos entonces? Ya no se mata al mensajero portador de malas noticias, y la sangre del esclavo que bañaba el casco de las nuevas naves que los vikingos botaban al mar, ahora se reemplazó, muy "civilizadamente" por cierto, por el champagne de una botella que rompe la madrina de la embarcación. Ante lo cual, entonces, estaríamos tentados de decir que sí, efectivamente, hay progreso en la esfera ética. Aunque –esto es lo que nos produce la sorpresa, lo que nos deja atónitos– los actuales amos del mundo pueden amedrentar a la Humanidad toda con la amenaza del uso de armas nucleares cuando se suponía que Naciones Unidas regulaba la no violencia entre las naciones. ¿Hay o no hay progreso humano? Sí y no.
Los boxeadores actuales cumplen severas normas dentro del cuadrilátero y no pelean hasta matar al contrincante como los gladiadores del circo romano. Pero la población sigue yendo a estos espectáculos a ver sangre. ¡Y es eso lo que pide a gritos desde las gradas! ¿Será que el progreso moral, tal como dijo Freud, hay que medirlo por esos pequeños pasos de hormiga en la historia? Las leyes laborales, la jornada de ocho horas, la estabilidad para el trabajador, todo eso costó años de terribles luchas sindicales, muertos, torturados, grandes sufrimientos para el campo popular. Eso, que parecía un avance sin retroceso en las condiciones de vida de la humanidad, entrado el siglo XXI, por la caída del campo soviético, rápidamente se pierde y volvemos a una precariedad laboral similar a la del siglo XIX. Aunque tengamos vehículos-robot que aterrizan en Marte preparando la inminente llegada humana a ese planeta, ¿dónde está el progreso entonces?
La conclusión obligada de todo esto es que la no-violencia debe construirse, edificarse, afianzarse día tras día. Y en ese arduo trabajo, la lucha contra la injusticia juega un papel de suma importancia. Pero no debe pensarse que estamos fatalmente condenados a repetir el círculo de la violencia. Sin ser ingenuos podemos (debemos) aspirar a un mundo más vivible para todos, porque ahí radica la posibilidad de un verdadero mejoramiento (empezando muy egoístamente por mi mismo si se quiere, para luego pensar en el bien común). Quizá la máxima de amar al prójimo como a uno mismo, o la esperanza en un "hombre bueno" y naturalmente solidario deban revisarse. Probablemente no exista una vacuna efectiva contra las atrocidades humanas –el esclavismo o la bomba atómica, el machismo, la tortura, las dictaduras o la CIA, etc., etc., y la lista se podría prolongar casi infinitamente–, pero existe la posibilidad (o la perentoria necesidad más exactamente) de revisar qué somos y cuáles son nuestros proyectos vitales. Debemos cuestionarnos nosotros mismos (cosa, valga agregar, que la fascinación tecnotrónica en que actualmente vivimos no nos alienta precisamente –la máquina lo resolverá todo– ¿no habrá allí una nueva religión?) para, en alguna medida, ir acercándonos a esos antídotos. Sócrates fue condenado a beber la cicuta justamente por eso, por atuocuestionarse y cuestionar a todos. Los derechos humanos son como las estrellas: inalcanzables… Pero nos marcan el camino.
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