Socialismo y poder ¿Por qué la violencia?
Marcelo Colussi
La violencia es algo presente cotidianamente entre los seres humanos. Tenemos una tendencia a identificarla con acciones físicas concretas: un puñetazo, un golpe, un balazo. Su expresión más elocuente, más descarnada es, seguramente, la guerra. Pero sin ningún lugar a dudas hace parte constantemente de la vida social. Si hablamos del ser humano, necesariamente hablaremos de la violencia.
Es difícil dar una definición acabada de ella pero, de hecho, es una noción que manejamos a diario en cualquier aspecto de la vida, siempre ligada, de una u otra manera, a "fuerza", a "poderío", a "conflicto".
Las relaciones humanas conllevan una disparidad de origen: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, dirigentes y dirigidos. Esa estructura de las relaciones implica siempre una diferencia, un conflicto: hay, desde el inicio, una relación de jerarquía entre unos y otros. Seguramente es imposible dar razón ontológica de por qué ello es así; y también de su origen en la historia. ¿Desde cuándo somos de ese modo? Por otro lado, esto nos remite a la pregunta básica: ¿somos así en términos de esencia los seres humanos? ¿Nuestro destino es el eterno conflicto? Si la estructura de lo real, siguiendo a Hegel, es conflictiva, esto es: constituida originariamente por el conflicto, por la lucha entre contrarios, ¿podemos aspirar a construir relaciones armoniosas durade ras entre los miembros de nuestra especie? Lo que las ciencias sociales o el estudio de cualquier período histórico enseñan es que toda vinculación interhumana presenta esa forma: hay relaciones de poderío, intereses en pugna, independientemente de las voluntades individuales. A su vez esto se apoya en el ejercicio de una forma de violencia intrínseca. La armonía, la concordancia y la superación pacífica de las diferencias son aspiraciones, necesarias sin dudas, pero que no pueden ir separadas de su contrario, teniendo implicada siempre la violencia como horizonte posible. Las experiencias socialistas muy cortas en el tiempo de momento– también parecieran confirmar esto. No sólo porque con el triunfo de una revolución el sector derrotado se resiste a ceder su lugar, contrarrevolución mediante lo cual es, por tanto, foco de conflicto, de guerra–; también entre la clase ganadora, los hasta ayer oprimidos y explotados, también allí podemos ver conductas de mezquindad, ánimos de figuración y exhibicionismo, actitudes machistas, racismo, xenofobia. También entre los revolucionarios muchas veces se compite para ver quién es "más" revolucionario.
La violencia no es sólo expresión física; adquiere muy distintas formas, incluso puede ser refinada y sutil. Sin necesidad de estar en guerra todos los días muere innumerable cantidad de seres humanos en hechos de violencia de la más variada índole: atropellados por un carro conducido por una persona alcoholizada, o solitariamente por una sobredosis de droga. O de hambre. Esto es contundente: muere infinitamente mucha más gente por hambre que por causas bélicas. Hay ahí una violencia implícita, subterránea, definitivamente más mortífera que cualquier conflicto armado declarado; y paradójicamente sus efectos no entran en las estadísticas que hablan de la violencia.
Por otro lado, sin mencionar ya las muertes, cotidianamente asistimos a situaciones violentas altamente dañinas: chantajes, acosos, abusos deshonestos, falsificaciones de las más variadas, el transitar por una ciudad populosa a una hora pico o el soportar el ruido ensordecedor de la grabadora de mi vecino en un momento inapropiado. Además, la contaminación ambiental que cada habitante del planeta padece, o las irritantes y explosivas diferencias económico-sociales entre la gente no dejan de ser otras tantas formas de violencia despiadada. ¿No lo son también cualquier expresión de discriminación: étnica, religiosa, cultural?
La violencia física y psicológica entra naturalmente en la crianza de los niños, en la educación formal, en las relaciones de pareja, y aunque de hecho estas circunstancias pueden estar y lo están a veces tipificadas como actos delictivos, en una inmensa mayoría de casos son asumidos como "normales" culturalmente. La circuncisión o la ablación clitoridiana, por mencionar algunos, junto a una infinidad de ritos iniciáticos que puede encontrarse entre las diferentes culturas, apelan a mecanismos violentos, pese a lo que no dejan de ser parte de la cotidianeidad aceptada.
La violencia está entre nosotros, a diario y en todas las facetas, aunque en principio no se haga evidente dado que tendemos a asimilar la con hechos físicos. Baste para comprobarlo una rápida mirada a nuestro alrededor: el juego de los niños agresivo, despiadado a veces, pero no por ello menos inocente, o el placer que pueden encontrar descuartizando un insecto; los chistes morbosos, la forma en que pueden ser objeto de burla los discapacitados o algunos estereotipos de conducta social que no necesariamente apelan a la coacción física (el machismo, el verticalismo en el mando), la forma en que algunos conducen un vehículo no respetando normas, el acoso sexual de generalmente un varón que ocupa un lugar de mayor poder hacia una subordinada mujer, o el cántico de las porras entre equipos deportivos rivales, son todas formas de violencia que modelan la vida social. Dicho de otra manera, junto al entendimiento y la tolerancia, la agresividad es igualmente constitutiva de las relaciones humanas.
La armonía, la paz, la concordia, son aspiraciones. Por cierto absolutamente necesarias para vivir, para desarrollarnos, para crecer; pero la dinámica humana está marcada por ese interjuego entre armonía y violencia. La vida no es precisamente un paraíso (el único paraíso es el perdido). Oponer a la violencia, en tanto elemento supuestamente pérfido y malvado, un reino de la felicidad y una ética de la bondad es, como mínimo, ingenuo. Toda la cultura humana, la edificación social, la civilización en su sentido más amplio, no es sino una forma de asegurar la convivencia entre la gente garantizando el no recurso a la violencia. "Si quieres la paz prepárate para la guerra" decían los romanos.
Ese escepticismo original sobre una supuesta condición "bondadosa" de nuestra especie recorre la historia del pensamiento. "Pregúntese cada hombre qué hace cuando emprende un viaje, cuando sale de noche, cuando duerme. ¿Acaso no se arma, va bien acompañado, cierra con llave las puertas y hasta esconde sus tesoros de la propia familia, sirvientes o amigos? ¿No delata su proceder la opinión que tiene de la humanidad, aun existiendo leyes y organismos públicos para protegerlo?", se planteaba Thomas Hobbes.
Y un consumado comunista como Fidel Castro reflexiona igualmente: "El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta, la naturaleza le impone eso; la naturaleza le impone los instintos, la educación impone las virtudes; la naturaleza le impone cosas a través de los instintos, el instinto de supervivencia es uno de ellos, que lo pueden conducir a la infamia, mientras por otro lado la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de heroísmo".
Que la violencia haga parte de la misma constitución intrínseca de lo humano no significa que seamos "malos" de nacimiento. ¿Es, entonces, la violencia nuestro destino? ¿Estamos condenados a ser unos mezquinos seres que nos comemos unos a otros? (¿homo homini lupus: el hombre como lobo del hombre?)
Recordemos que la violencia y el conflicto se encuentran en el fenómeno humano tanto como el amor o la solidaridad. Esto significa que la naturaleza humana es siempre convencional, depende de las re laciones que se establecen entre los seres humanos y no queda explicada por causas solamente biológicas. Hay un sustrato físico-químico primario, pero esto no da cuenta del por qué de la violencia humana. Los animales matan para sobrevivir, conducta regida por los vericuetos del instinto. Pero los humanos no nos violentamos para asegurar nuestro alimento; las armas no están sólo al servicio de la cacería (de hecho es para lo que menos se utilizan). No hay determinación genética que explique el por qué de la guerra, o del chantaje, de la tortura o del racismo. Estas son posibilidades que sólo encuentran su desarrollo en la dimensión psicosocial en la que el ser humano existe. En el reino animal no se constata ninguna de esas conductas; al menos, no con la significación que tienen entre los humanos.
La violencia es algo privativo de la especie humana; los animales no son violentos en el sentido humano. Pueden ser grandes depredadores, insaciables como el tiburón o el cocodrilo, pero no violentos. Cuando matamos a algún animal para comérnoslo no somos precisamente violentos. Ninguno de nosotros sería tildado de tal a partir de la vaca "asesinada" que nos almorzaremos más tarde. La violencia se liga al orden no natural de la humanización; tiene que ver con el particular universo simbólico que nos constituye y donde el instinto no cuenta en la determinación última de nuestros actos. La violencia, al igual que la paz, tiene que ver con la ley humana. Ambos elementos son, en definitiva, producto de la civilización. Ni la maldad ni la bondad son naturales, genéticas.
La ruptura más violenta de la armónica convivencia entre los seres humanos es, seguramente, la guerra. Ahí tienen lugar profundas modificaciones en la psicología colectiva por las que caen las interdicciones más elementales: el "no matarás", quedando consecuentemente todo permitido. El otro ser humano que tengo enfrente deja de ser visto como tal para pasar a ser "el enemigo". Con ello se autoriza su eliminación. No sólo se lo puede matar; es imperioso que lo mate. Hasta inclusive se premia con todos los honores a quien más enemigos elimine; he ahí un héroe a quien se condecora, y no un asesino.
Pero la guerra, de hecho, es una constante en la historia humana. Actualmente la preparación para la guerra es la actividad más dinámica, que consume más esfuerzos moviendo más recursos que cualquier otra industria (25.000 dólares por segundo). ¿Qué impulsa a los seres humanos a esto? ¿Qué posibilita que terminado un conflicto bélico ya esté comenzando otro? Quedarnos simplemente con la explicación de una "tendencia agresiva" es parcial. Existe, por cierto, una lectura ingenua de la mitología conceptual de Freud que desemboca en esas conclusiones; pero no estamos ahí ante conceptos científicos sino ante un posicionamiento ideológico sumamente reaccionario, por lo demás.
La guerra tiene raíces diversas: económicas, políticas, culturales. Pero no hay ninguna duda que existe también una constitución psicoló gica común en todos los humanos que posibilita que todos, dadas las circunstancias, nos encontremos con "el enemigo" al que hay que eliminar, en nombre de lo que sea (por más justa que se plantee la causa que desata el enfrentamiento: guerra revolucionaria, guerra santa, guerra antiimperialista). Pese a nuestro más enconado pacifismo la posibilidad de la guerra, la posibilidad de tomar parte en ella, o hasta incluso de alentarla, está siempre presente en la psicología de los humanos.
La violencia, entonces, es una construcción humana: ningún otro ser vivo tortura, maltrata a su pareja, delinque, hace chistes de humor negro o quema en la hoguera a quien no coincide con su punto de vista (dicho sea de paso, esta última práctica fue, por siglos, el modus operandi de la institución que levanta como principal bandera el amor incondicional entre los hombres y de esa manera se quemaron vivos cinco millones de "poseídos por el demonio"). La violencia tiene lugar a partir de la caída de las normas sociales de convivencia, de su evitación. Dicho al revés: las normas sociales, la ley, constituyen la máxima obra humana, aquello que nos distingue del mundo instintivo, de lo puramente animal. La ley es lo que posibilita la vida humana, que es necesariamente social, y que debe tener un mínimo de armonía garantizada para poder permitir el desarrollo de los individuos.
Si existe la ley es porque hay violencia. Lo cual nos puede llevar a la conclusión que no hay nada más humano que la violencia.
Es, quizá, justamente en las situaciones límites donde descubrimos las posibilidades, las potencialidades que anidan en cada ser humano. La solidaridad y la entrega son posibles, así como también lo son las actitudes más mezquinas, más sórdidas. Todos podemos llegar a come ter las barbaridades más espantosas. Tal vez por eso en toda formación cultural en cualquier momento histórico nos encontramos con códigos de ética que regulan esa violencia. No hay, por tanto, ninguna cultura más "superior" que otra en estos aspectos. No hay, definitivamente, pueblos "bárbaros" y "civilizados": hacha de piedra o misil nuclear, lo que los alienta en el fondo no ha cambiado sustancialmente. Lo violento, justamente, es creer que hay "superiores", creer que sea posible que alguien sea "más" que otro.
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