Socialismo y poder: Violencia y cultura
Marcelo Colussi
La ley es una creación del orden humano, no está en la Naturaleza. Es una convención, un acuerdo. La ley, la norma, la regla, es algo que debemos aprender, y por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al mundo y debe ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a hablar, aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a tolerar. Todo ese proceso complejo, duro, no garantizado biológicamente en cuanto a su resultado final, es la crianza de un niño y su marcha hacia la adultez considerada normal. En todo tiempo histórico y en cualquier cultura ese proceso debe cumplirse inevitablemente para lograr que alguien devenga un sujeto adaptado.
La ley es un principio ordenador, es lo que posibilita que no nos eliminemos unos con otros. La ley, la norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Para que exista sociedad humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a dar la ley. Secundariamente podrá decirse que un determinado orden social no es justo, que beneficia a unos pocos en detrimento de la mayoría, por lo que se buscarán medios para transformarlo y edificar otro menos violento estructuralmente. Pero siempre habrá un orden social. No hay individuo sin orden social, y no hay igualmente ser humano ni sociedad sin ley.
Si el ser humano es, por definición, un producto de su medio, de su cultura, esto es: un ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su eficacia simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer determinadas cosas: matar, atravesar la calle con el semáforo en rojo o mantener contacto sexual padres con hijos. Las reglas lo establecen. De hecho vemos que, sin embargo, todo esto que está prohibido igualmente puede tener lugar. Pero la transgresión de las normas es lo que las reafirma como efectivas. Y aunque de hecho se cometan homicidios, alguien cruce con luz roja un semáforo o se consume el incesto en algún momento, la gran mayoría de la gente no lo hace. La ley se cumple. Todos la respetamos porque de ello depende nuestra sobrevivencia. Además, adicionalmente, si no lo hacemos sabemos que hay castigo.
El lugar donde primeramente los seres humanos entramos al mundo de las normas es la familia. Esa célula social es el microcosmos donde la cría humana va deviniendo sujeto integrado a las convenciones preestablecidas. No importa las formas que adopte esa crianza, la modalidad con que se lleve adelante: familia monogámica, clan, familia monoparental, etc. Lo importante es que, en cualquier sociedad, el proceso nunca falta, no puede faltar (si no, no habría ser humano).
Hasta donde la antropología comparada y la ciencia de la historia pueden enseñarnos, en todo momento y lugar de la Humanidad asistimos a este proceso: cada ser humano individual es producto de su mundo cultural, al que reproducirá en cada acto de su vida, y que tras pasará (no a través de los genes sino del lenguaje) a las nuevas generaciones que engendre.
El rompimiento de ese orden legal establecido es la violencia. Toda cultura humana tiene como objetivo último su propio mantenimiento, su conservación. Pero en ese proceso de autoperpetuación no está excluida la violencia. Por el contrario, es una constante repetida en toda cultura de que se tenga noticia que la violencia hace parte de su más cotidiana dinámica normal, tanto en las relaciones internas como en las que se establecen con otros distintos, extraños a ella.
Si hay algo que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia. Y ello en un doble sentido. De alguna manera puede decirse que el sujeto individual, heredero y representante de su mundo cultural, está sometido y es producto de una violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como uno más de la serie a la que pertenece. Allí hay en juego un proceso que, aunque no es asimilable a la violencia física ejemplificada por el golpe o el machetazo, presupone un acto de sometimiento: nadie pide nacer, el ser nos es dado. Nadie decide su lenguaje, su cultura, su determinación social. Todo esto adviene desde otro. Ningún bebé demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a ninguno de los ritos que nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir a la escuela, y las imposiciones paternas son ante todo eso: imposiciones. He ahí una primera vertiente de la violencia originaria: yo me constituyo contra otro. La agresividad está en la base de nuestra exis tencia, no como elemento "malévolo" del que tendremos que deshacernos, sino como ingrediente fundamental.
Desde otro punto de vista, y dando por supuesta esa violencia constitutiva, todo grupo, toda cultura funciona resguardándose a sí misma y tomando distancia del otro diferente. "Amar al prójimo como a sí mismo" es una elaboración racional que presupone que ese otro también puede ser agredido, justamente por distinto, por diferente al igual que me puede suceder a mí, por lo cual debemos protegernos con una máxima moral. El ataque al otro diferente es algo siempre posible en la dinámica humana. Piénsese en los fenómenos masivos que pueden dispararse en cualquier momento: quizá, dadas ciertas circunstancias, y esto, de hecho, ocurre muchas veces– un partido de fútbol puede degenerar en una batalla campal entre las porras contrarias simplemente porque "los otros" provocaron, por citar algún ejemplo.
Digámoslo de otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que se formen parejas entre hombres y mujeres de distinta etnia o religión, o que los amigos de mis hijos pertenezcan a otro grupo socioeconómico diferente al mío. La elección de objeto amoroso es, en el fondo, narcisista. Se escoge lo semejante, lo que evoca al propio yo. Lo extraño, en ese marco es, primariamente, hostil. Amo al otro porque amo en él lo que es igual que yo. La aceptación de lo disímil necesita de un trabajo racional, no es lo más primariamente espontá neo. Todo código ético, del que ninguna organización social puede carecer, es un intento de no fagocitar al extraño, sentando con ello las bases para que otro tanto no me suceda a mí. En este sentido, entonces, la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual, etc.) puede comprenderse como algo muy fácil, muy a la mano en la estructura humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin fuese tan natural y espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de una máxima que nos lo recordara.
La posibilidad de eliminar al "otro" diferente está siempre presente. No es sino ése el mecanismo íntimo de la guerra: el otro distinto de mí deja de ser respetado como ser humano abriéndose la perspectiva, concretada muchas veces, de suprimirlo con lo que se presupone que yo, claro está, tengo la razón y el derecho de neutralizar al "equivocado"(matándolo, acallándolo, segregándolo). En ese sentido no hay ninguna cultura tan "buena"; todas, según la historia nos lo demuestra, apelan a la discriminación, en una u otra manera. Y en todos lados vemos que se repite la posibilidad de sacrificios humanos, de linchamiento, de lapidación. Ninguna civilización es ni "inocente".
De ahí, entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?
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