Rumanía tiene veintiún millones de habitantes, una extensión de 238.391 kilómetros cuadrados y limita con Hungría y Serbia por el oeste, Ucrania y Moldavia por el noreste y Bulgaria por el sur. Desde el uno de enero de 2007, Rumanía –donde la derecha de uno u otro color gobierna desde el 2004– forma parte de la Unión Europea, aunque no de la zona euro, conservando su moneda oficial, el leu. Su capital, Bucarest, es mundialmente conocida como “el pequeño París”.
Pero todo esto son datos fríos. Para el ciudadano medio del Estado español, Rumanía es más bien la quintaesencia de lo que se imagina que son los países de Europa oriental: estados fallidos,
infraestructuras ruinosas, corrupción rampante, inseguridad ciudadana, atraso, emigración. Como todas las medias verdades, se trata de un lugar común que se instala fácilmente en el imaginario público y se tiñe pronto de connotaciones racistas. Una muestra –no la más espectacular, pero sí bastante significativa– es la insistencia de los medios de comunicación españoles en mencionar repetidamente el nivel cualificación de “nuestros” emigrantes, en contraposición, cabe suponer, con el de los emigrantes “de los demás”, aún cuando es sabido que en las facultades de los países árabes y asiáticos se licencian anualmente cientos de excelentes estudiantes (cuyo destino no es mejor, sino acaso peor que el de los jóvenes griegos y españoles), y que en Europa oriental las universidades –especialmente las facultades de ingenierías técnicas (también las de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación)– no consiguieron ser barridas del todo por las terapias de choque neoliberal. Sea como fuere, este país de Europa oriental, olvidado, cuando no directamente denostado por sus vecinos, mereció el diciembre pasado la atención de los medios de comunicación alemanes con tres noticias.
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