Siempre vuelven a lo mismo. La semana pasada el Parlamento israelí actualizó una ley de hace 59 años que originalmente pretendía impedir que cientos de miles de palestinos volvieran a las casas y tierras de las que los expulsaron durante el establecimiento de Israel.
El propósito de la draconiana Ley de Prevención de la Infiltración de 1954 era encerrar a cualquier palestino que lograra escurrirse más allá de los francotiradores que protegían las fronteras del nuevo Estado. Israel creía que solo un castigo salvaje y la disuasión podían asegurar el mantenimiento de la abrumadora mayoría judía que acababa de crear mediante una campaña de limpieza étnica.
Seis décadas después Israel vuelve a basarse en la ley de infiltración, esta vez para impedir una supuesta nueva amenaza a su existencia: la llegada cada año de varios miles de desesperados africanos demandantes de asilo.
Como hizo con los palestinos hace muchos años, Israel ha criminalizado a estos nuevos refugiados, en este caso por huir de la persecución, la guerra o el colapso económico. Ahora pueden encerrar a familias enteras durante tres años, sin juicio, mientras se prepara e impone una deportación, y los israelíes que les ofrezcan ayuda se arriesgan a penas de prisión de hasta 15 años.
Al parecer la intención de Israel es encarcelar al mayor número posible de esos refugiados y disuadir a otros de seguir sus pasos.
Para arreglárselas, los funcionarios han aprobado la construcción de un enorme campo de detención, gestionado por el servicio carcelario de Israel, que albergará a 10.000 de esos inoportunos forasteros. Será la mayor instalación de detención del mundo, según Amnistía Internacional, será tres veces mayor que la siguiente en tamaño que está en el mucho más populoso y amante de la retribución divina Estado de Texas en EE.UU.
Los críticos israelíes de la ley temen que su país esté incumpliendo el deber moral de ayudar a los que huyen de la persecución, traicionando al hacerlo las propias experiencias de sufrimiento y opresión del pueblo judío. Pero el gobierno israelí y la gran mayoría de legisladores que apoyó la ley –como sus predecesores en los años cincuenta– han llegado a una conclusión muy diferente de la historia.
La nueva ley de infiltración es la última de un conjunto de políticas que fortalecen el estatus de Israel como primer “Estado búnker” del mundo, destinado a ser lo más étnicamente puro posible. La expresión más famosa de este concepto la hizo el ex primer ministro Ehud Barak, actual ministro de Defensa, que calificó a Israel de “una ciudad en medio de la selva”, relegando a los vecinos del país a la condición de animales salvajes.
Barak y sus sucesores han estado convirtiendo esta metáfora en realidad física, sellando lentamente su Estado del resto de la región a un coste astronómico, subsidiado en gran parte por dinero público estadounidense. Su objetivo en última instancia es hacer que Israel sea tan resistente a la influencia exterior que nunca necesite hacer concesiones para la paz, como la aceptación de un Estado palestino, a las “bestias” de alrededor.
La expresión más tangible de esta mentalidad ha sido un frenesí de construcción de muros. Los más conocidos son los erigidos alrededor de los territorios palestinos: primero Gaza, luego las áreas de Cisjordania que Israel no quiere anexar, o por lo menos no todavía.
La frontera norte ya es una de las más militarizadas del mundo, lo que sufrieron a gran precio el verano pasado los manifestantes libaneses y sirios cuando docenas de ellos murieron a tiros al acercarse o invadir las cercas. E Israel tiene una propuesta preparada para otro muro a lo largo de la frontera con Jordania, que en gran parte ya se ha minado.
La única frontera restante, la de 260 km. con Egipto, se está cerrando con otro muro descomunal. Los planes se decidieron antes de las revoluciones árabes del año pasado, pero han ganado nuevo ímpetu con el derrocamiento del dictador egipcio Hosni Mubarak.
Israel no solo ha avanzado mucho en los muros del búnker; también trabaja continuamente en la creación del techo. Tiene tres sistemas de defensa de misiles en diversas etapas de desarrollo, incluyendo el que lleva el nombre revelador de “Cúpula de Hierro”, así como baterías de Patriot estadounidenses estacionados en su suelo. Se supone que los sistemas de interceptación neutralizarán cualquier combinación de ataques de misiles de corto y largo alcance que puedan lanzar los vecinos de Israel.
Pero hay un defecto en el diseño de este refugio, que es obvio hasta para sus arquitectos. Israel se está encapsulando con algunos de los propios “animales” que supuestamente deben estar excluidos de la ciudad: no solo los refugiados africanos, sino 1,5 millones de “árabes israelíes”, descendientes de los pocos palestinos que evitaron la expulsión en 1948.
Ha sido el principal motivo de la continua corriente de medidas antidemocráticas del gobierno y el Parlamento que se convierte rápidamente en un torrente.
También es el motivo de la nueva exigencia de la dirigencia israelí de que los palestinos reconozcan la “judeidad” de Israel; sus obsesiones con la lealtad y el creciente atractivo de propuestas de intercambio de poblaciones.
Ante el ataque legislativo, el Tribunal Supremo de Israel se ha hecho cada vez más cómplice. La semana pasada, mancilló su reputación al respaldar una ley que desgarra familias al negar a decenas de miles de palestinos con ciudadanía israelí el derecho a vivir con sus cónyuges palestinos en Israel, “limpieza étnica” por otros medios, como señaló el destacado comentarista israelí Gideon Levy.
A principios de los años cincuenta, el ejército israelí mató a miles de palestinos desarmados que trataban de recuperar propiedad que les habían robado. Tantos años después, Israel parece no menos determinado a mantener a los no judíos fuera de su preciosa ciudad.
El Estado búnker casi está terminado y con él el sueño de los fundadores de Israel está a punto de convertirse en realidad.
oicpalestina.org
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