El estallido de las protestas callejeras en Rusia este diciembre ha sido el resultado natural del creciente descontento que se ha ido acumulando a través de los años y que no ha encontrado hasta ahora forma de expresarse. Era difícil predecir, sin embargo, que estallaría una crisis como consecuencia de los resultados electorales a una Duma estatal esencialmente decorativa, que no tiene poder alguno (los diputados, incluidos los de la oposición, son meras marionetas). Hace unas semanas, cuando discutía con los colegas de nuestro Instituto para la Globalización y los Movimientos Sociales la crisis política que se avecinaba, no éramos capaces de identificar cuales podrían ser los detonantes de la explosión. La conclusión general a la que llegamos los participantes en la discusión fue que la excusa para las protestas de masas serían ridículas, algunas de las innumerables agresiones cotidianas de las autoridades.
Las elecciones jugaron ese papel. La naturaleza fraudulenta de todo el proceso y la confrontación abierta entre las autoridades y la oposición en la Duma no eran ningún secreto para la población, en especial para el sector que se sumó a las manifestaciones. Pero el fraude masivo, absurdo y sin ningún tipo de disimulo fue percibido no como un acto político como una nueva dosis de aburrimiento. Era como si la sociedad simplemente buscase una excusa para rebelarse, y lo encontró cuando de manera inesperada un procedimiento rutinario de fraude electoral se convirtió en el tema de discusión general.
Pero el significado político del drama que se está interpretando va más allá de la cuestión de la composición del pseudo-parlamento ruso e incluso de las normas electorales que rigen su elección. La única función política de las elecciones de 2011 a la Duma ha sido preparar las elecciones presidenciales. Pero a su vez, estas no decidirán quien será el futuro dirigente del país, cuyo nombre se sabrá mucho antes.
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