La herencia intelectual más importante del mundo occidental, a criterio de los propios europeos, es la acumulación de principios, valores, filosofías y éticas que conjuntamente podemos denominar como la “Ilustración” (desde el siglo XVIII y hasta la Revolución Francesa). Spinoza, Voltaire, Diderot, Paine, la herencia filosófica de los enemigos de la Iglesia y su rol en la nueva configuración de poder social que hoy en día denominamos el Estado–Nación, tuvo su éxito histórico más significante –a criterio de los historiadores europeos– en la separación del Estado y la Iglesia, el famoso proceso de “secularización” de la sociedad europea. El proceso no se realizó en unas pocas generaciones, y tampoco de manera pacífica, pero en fin la Iglesia, como institución política, fue debilitada significativamente, aunque nunca descartada como irrelevante en el ámbito socio–político europeo y norteamericano. La separación de la Iglesia y el Estado, como lo articuló John Locke y Thomas Paine, es una realidad notable en la actualidad europea (Ley Francesa de Separación de 1905, Constitución Española de 1931), aunque esta separación sufre de profundas ambigüedades en el protestantismo estadounidense, en donde la “iglesia”, que en su sentido institucional no existe (ausencia de jerarquía y estructura papal en las denominaciones protestantes), pero que en su sentido ideológico si ha podido impregnar la propia fábrica social y política de esta nación.
Seguramente el mundo occidental del 2011 sería un poco diferente a lo que vivimos hoy en día si las estructuras eclesiásticas y las filosofías agustinianas no hubieran sido purgadas por la Ilustración, las revoluciones de Francia, España y Rusia, y las múltiples guerras de esa península euroasiática que llamamos “Europa”. Pero considero que existe una separación –producto de la misma Ilustración– que amerita aún más atención y análisis por el impacto que aún posee en la actualidad: la separación entre la política y la economía, y específicamente como se imaginó esta separación desde la teoría y los discursos ideológicos–políticos, y como se implementó desde el estado y la sociedad (institucionalización económica, legislación estatal y cultura política/económica atrincherada en la concepción colectiva de la mayoría de las sociedades europeas).
Esta separación artificial entre lo económico y lo político se institucionalizó en las disciplinas de las ciencias sociales en el mundo occidental. Las obras clásicas de autores como Kant, Hegel, Rousseau, Hobbes, Mills y Voltaire, entre otros, constituyen las bases fundamentales de lo que las disciplinas de las ciencias sociales europeas utilizarán al ser constituidas propiamente en el siglo XVIII. A criterio del sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein (1995), entre 1850 y la Primera Guerra Mundial se consolidó un numeroso campo de investigaciones a 6 principales disciplinas: La Historia, las tres ciencias sociales nomotéticas (la sociología, la ciencia política y la economía), la antropología y los estudios orientales. Para Wallerstein, la división entre las llamadas “tres ciencias sociales nomotéticas” es una reflexión del discurso ideológico dominante del siglo XIX y que hoy en día sigue vigente:
Básicamente, el punto de vista dominante a nivel mundial del liberalismo, era que el estado, el mercado y la sociedad eran tres entidades diferenciadas. Ellas operaban con lógicas diferentes y por lo tanto debían ser estudiadas en forma separada, y en cierto sentido, se mantenían aparte en el mundo real. Por eso los estudiosos tenían que segregar su conocimiento de tales aspectos.
Como lo dicta el positivismo, que constituye la base epistemológica/conceptual de las teorías tradicionales, las ciencias sociales son una empresa del mundo moderno; sus raíces se encuentran en el intento –plenamente desarrollado desde el siglo XVI y que es parte inseparable de la construcción de nuestro mundo moderno– de desarrollar un conocimiento secular sistemático que posea ciertos niveles de validación empírica (Wallerstein). El economista estadounidense, James M. Buchanan Jr., decidió que era una buena idea aplicar la visión positivista–ya profundamente empotrada en la concepción neoclásica de la economía –en los estudios de gobierno y administración. El estadounidense abogó por la aplicación de la teoría económica neoclásica para el estudio de la formación de políticas públicas y el comportamiento de los agentes del estado; encontrando además que era posible extender dicha teoría a las decisiones de los ciudadanos para efectos de predecir e interpretar las elecciones que toman los mismos entre las diversas opciones existentes en el “mercado político”, de aquí nace el supuesto “hombre racional”, que sigue criterios individualistas de maximizar sus ganancias.
Todos los modelos mencionados anteriormente, productos del positivismo, insisten que la metodología de las ciencias naturales es el único modelo para las ciencias sociales, con su énfasis en la cuantificación de los hechos y la matematización de la realidad social y la interacción humana. Al respecto, las palabras del economista Francés Frédéric Bastiat, en su obra Armonías Económicas, describen la visión positivista –y profundamente conservadora– de manera exacta y fiel a sus objetivos:
Lo que establece la gran división entre las dos escuelas es la diferencia en métodos. El socialismo, como la astrología y la alquimia, procede por la vía de la imaginación. La economía política (liberal), como la astronomía y la química, procede por vía de la observación.
Bastiat y muchos otros liberales consideran que al proceder por la vía de la observación, como reiteramos anteriormente, categorías que inducen a la distribución de la riqueza o la intervención del estado en la economía no surgen de hechos ni de data acumulada, sino de criterios no–científicos como la “justicia social” y las “luchas de clase”, es decir, estas últimas son categorías artificiales que no existen en lo que ellos conciben como la naturaleza social. De esta manera, las categorías sociales (o históricas) no son científicas, y como consecuencia “lógica” de esto, se reduce el sistema de interacción social a los niveles constituyentes del mismo (atomización de la realidad social), en donde solo el “individuo” es la única unidad de análisis (“la sociedad no existe”, como lo proclamó la Dama de Hierro, la Baronesa Margaret “Maggie” Thatcher), y el estudio “científico” de la economía se reduce al estudio del “libre” y “perfecto” intercambio entre individuos completamente racionales y lógicos.
Lo anterior nos lleva al concepto que se encuentra en el corazón de la filosofía conservadora: el Hombre Económico. Tomando la analogía de las ciencias físicas, el individuo en el sistema económico constituye la unidad más fundamental de análisis, como lo constituyen las partículas elementales (subatómicas – electrones, quarks, etc.) en el modelo estándar de la física cuántica.
Consecuentemente, se puede construir el prototipo de este “individuo”–una abstracción del ser humano que solo funciona y existe para maximizar su propia utilidad– eliminando del análisis social o económico categorías potencialmente peligrosas como la evolución histórica, la justicia social y las luchas de clases. Este prototipo de individuo, para los economistas tradicionales, se denomina el Homo Œconomicus (Hombre Económico). En esta representación teórica y altamente ficticia, el individuo se comportaría de forma racional (es decir, fácil de predecir, como las partículas subatómicas) ante estímulos económicos, siendo capaz de procesar adecuadamente toda la información que existe para tomar decisiones perfectamente racionales.
De esta manera, la mayoría del conocimiento en las academias de estudio del mundo occidental, y como consecuencia los discursos políticos y la difusión mediática en general, se encuentran profundamente segmentadas de manera que las disciplinas que constituyen el estudio de la realidad social no solo siguen criterios abstractos y poco relacionados con sus contextos sociales e históricos, sino que igualmente se estudian como criterios separados en virtud de la visión “liberal” de separación entre el Estado (la política) y el Mercado (la economía). La educación universitaria en el mundo occidental en la mayoría de los casos reproduce criterios altamente conservadores que mantiene los dos aspectos ya señalados. Naturalmente discursos críticos de esta visión no poseen una presencia notable en las enseñanzas universitarias en el mundo occidental.
Les refresco la memoria de esta separación con los discursos ideológicos conservadores del ideólogo neoliberal Francis Ford Fukuyama, como también el politólogo Samuel H. Huntington. Fukuyama argumentó que el fin de la Guerra Fría (particularmente el fin del conflicto ideológico “Comunismo” / ”Capitalismo”) era a la vez el “fin de la Historia” como una lucha de ideas. Como Hegel proclamó el fin de la Historia con el triunfo de Napoleón y las ideas de la Revolución Francesa, el triunfo de la Democracia Liberal (es decir, EEUU y sus aliados) y el mercado marca el verdadero fin de la Historia. Para Huntington, en su tesis de choque de civilizaciones, los estados seguirán siendo los actores más poderosos del panorama internacional, pero los principales conflictos de la política global ocurrirán entre naciones y grupos de naciones pertenecientes a diferentes “civilizaciones”, por lo cual el choque de civilizaciones dominará la política global. Lo económico, ahora homogéneo con el triunfo del capitalismo, no será el factor determinante de las luchas y los conflictos en la escena global, sino aspectos “irracionales” como la cultura (lo irracional es la cultura del “otro”, el no–europeo), por lo cual el autor considera que las fallas (fronteras) entre las civilizaciones serán los frentes de batallas, con criterios basados en religión y/o cultura en vez de la distribución de riqueza y los modos de producción.
Estos documentos, producidos a finales de la década de los ochenta e inicios de la noventa del siglo XX, reflejan una actitud profundamente ideológica que existía en abundancia durante el periodo señalado.
Recuerdo cuando tenía solo 14 años de edad, un reportero de una de las gigantescas cadenas de noticias estadounidenses informaba, con un aspecto triunfalista y una alegría exorbitante, que en todas las ciudades de la antigua Alemania Oriental – ahora Alemania Unida – se estaba desmantelando las estatuas de Karl Marx y Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), como señal definitiva que la humanidad “superó” los conflictos de clase y ahora inicia el proceso de “democracia y prosperidad para todos”. El reportero finalizó con la afirmación: “Marx estaba equivocado en todo, al igual que Lenin, por eso es que van al basurero de la historia”.
Para resumir la parte introductoria de este trabajo, señalo lo siguiente: la Ilustración decretó dos santos divorcios: Estado e Iglesia, y Economía y Política, constituyendo esta última separación como la base conceptual de la academia y la ideología dominante en el mundo occidental; la economía neoclásica pudo imponer sus criterios sobre todas las ramas de los estudios políticos, y con esto sedimentar la separación entre lo político y lo económico en todas las disciplinas; con ese triunfo, surgió el Homo Economicus, la “partícula subatómica” de las ciencias sociales tradicionales; el triunfo del Capitalismo sobre las Fuerzas del Mal (el comunismo) cierra el capítulo de debate ideológico, ahora solo queda el modelo occidental, y los conflictos en el mundo ahora son productos de la “irracionalidad” de los países del Sur (tercer mundo para los ideólogos neoliberales) que bárbaramente resiste las recetas del éxito del mundo occidental. La democracia y el mercado occidental son perfectos, el resto es una mala imitación de esta perfección.
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