x Claudia Cinatti
La situación de Egipto muestra que las políticas imperialistas, incluso la intervención directa como en Libia, no han sido suficientes para revertir el estado de rebelión
La brutal represión policial contra un reducido grupo de manifestantes en la plaza Tahrir el pasado 19/11 fue el detonante de una imponente movilización popular que fue creciendo en número y radicalización con el correr de los días. La política del gobierno del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) de tratar de detener esta nueva oleada de manifestaciones con las fuerzas policiales de la Seguridad Central que dispararon gases tóxicos, balas de goma y de plomo dejando 35 muertos y más de 2000 heridos, tuvo un resultado contrario al esperado por la Junta Militar: cientos de miles de personas en las calles del Cairo, Alejandría, Suez y otras ciudades importantes del país exigieron que se vaya el gobierno militar y su jefe, el mariscal M. Tantawi, que asumió tras la caída de la dictadura proimperialista de Mubarak. Esta crisis estalló a solo una semana de las elecciones para el cuerpo legislativo encargado de redactar la nueva Constitución, que iban a realizarse el 28/11.
Si durante las jornadas que llevaron a la caída de Mubarak el ejército se presentó como “amigo del pueblo”, ganándose la confianza para asumir la “transición”, después de la experiencia de nueve meses de gobierno militar, esa ilusión ya no existe: el aparato represivo del régimen de Mubarak sigue intacto; continúa rigiendo la ley de emergencia que permite detenciones arbitrarias; alrededor de 12.000 activistas han sido detenidos, torturados y procesados por tribunales militares, en algunos casos solo por criticar en un artículo al mariscal Tantawi. La junta militar aprobó una nueva legislación que prohíbe el derecho a huelga y la organización obrera independiente mientras que las condiciones de vida de los trabajadores, de los jóvenes que son los que más sufren el desempleo y de las masas populares, han seguido deteriorándose.
La gota que colmó el vaso fue el anuncio de las llamadas “normas supraconstitucionales” por medio de las cuales el ejército se reservaba para sí la potestad absoluta sobre las cuestiones militares (como el presupuesto, que incluye la “ayuda” norteamericana de 1.300 millones de dólares) y el derecho de vetar cualquier artículo de la nueva Constitución –que aún debe redactarse- que a su juicio atente contra los “principios básicos del estado”. A esto se suma que el CSFA tenía planeado quedarse en el poder al menos hasta 2013.
Incluso la Hermandad Musulmana, la principal organización político-religiosa del país, que fue el principal sostén del gobierno militar y durante estos meses ha boicoteado toda movilización, se vio obligada inicialmente a llamar a movilizar contra las leyes “supraconstitucionales” de la Junta militar, porque ve que esa medida también está dirigida a frenar su objetivo de darle al islamismo rango constitucional, o eventualmente obstaculizar su acceso al gobierno.
Ante la profundización de la crisis, renunció el primer ministro, Essam Sharaf, y su gabinete, un gobierno “civil” títere del ejército y el 22/11 el Mariscal Tantawi se dirigió al país anunciando el acuerdo al que había llegado con la Hermandad Musulmana y otros partidos de mantener las elecciones legislativas del 28/11, conformar un gobierno de “salvación nacional” y realizar elecciones presidenciales a mediados de julio de 2012. Pero el pacto entre los militares y los islamistas no fue suficiente para cerrar la crisis. La percepción de la colaboración abierta de la Hermandad Musulmana con el CSFA ya produjo una fractura en sus filas juveniles y llevó a que uno de sus dirigentes fuera expulsado de la plaza Tahrir, incluso antes de que fuera anunciado el diálogo con la junta militar. Luego del discurso de Tantawi las calles se llenaron de manifestantes pidiendo el fin del gobierno.
Al cierre de este artículo, miles de manifestantes, en su gran mayoría jóvenes, muchos de ellos trabajadores y procedentes de sectores populares, mantenían una batalla campal en las inmediaciones de la plaza Tahrir contra la policía militar, dirigida por el Ministerio del Interior y custodiada por las fuerzas armadas. El intento ofensivo del CSFA de perpetuarse en el poder y mantener lo central del régimen anterior a fuerza de represión a los trabajadores y la vanguardia juvenil estaba por fuera de la relación de fuerzas establecida en febrero, de esa manera terminó dando lugar a la situación más explosiva desde las movilizaciones que terminaron con la caída de Mubarak, relanzando el proceso revolucionario.
Una crisis para el imperialismo
La situación abierta en Egipto muestra que las distintas políticas imperialistas que incluyen desvíos con “gobiernos de transición”, apoyo a la represión abierta como en Bahrein e incluso la intervención directa como la OTAN en Libia, no han sido suficientes para revertir el estado de rebelión en que se encuentra la región, a casi un año de iniciada la “primavera árabe”.
EE.UU. es el principal sostén del gobierno militar egipcio y fue el principal artífice de la “transición”. Más allá de la hipocresía de Obama, al igual que hizo durante el levantamiento de enero-febrero, cuando hasta último momento sostuvo a Mubarak, su política ahora es preservar lo más que se pueda el poder militar para mantener el “orden” reprimiendo a los sectores más radicalizados del movimiento de masas, y actuar de contrapeso a un eventual gobierno con influencia del islamismo moderado, que es una de las perspectivas probables en caso de que la Hermandad Musulmana logre afirmarse como la principal fuerza política. Es que para EE.UU. el ejército es el pilar del estado capitalista egipcio y la garantía de sus intereses en el Medio Oriente, entre ellos la paz con el Estado de Israel y el rol de policía que juega el ejército y el régimen para mantener sometido al pueblo palestino, lo que peligraría si las masas hicieran tambalear su poder.
¡Abajo la Junta Militar! No a la trampa del “gobierno de salvación”
Los militares, la Hermandad Musulmana, los sectores salafistas (islamistas más extremos) y partidos liberales, acompañados por organizaciones reformistas que buscan limitar el proceso iniciado en enero-febrero a conseguir solo algunas concesiones democráticas formales, han llegado a un acuerdo de poner en pie un “gobierno de salvación nacional” tras el cual seguirían ejerciendo el poder las fuerzas armadas. Incluso se especula con que M. El Baradei, que tiene cierto peso en sectores de las clases medias, estaría dispuesto a asumir al frente de ese gobierno. De esta manera buscan desactivar las movilizaciones y tratar de recuperar legitimidad para realizar las elecciones parlamentarias en las que el Partido de la Justicia y la Libertad, organización política de la Hermandad Musulmana, espera imponerse. Esta política cuenta con el apoyo de EE.UU. y otras potencias imperialistas que ven el peligro de que se profundice el proceso revolucionario. Además de la Hermandad Musulmana, que tiene un peso de masas tanto entre sectores burgueses y medios como en las capas más empobrecidas de la población, varias organizaciones con influencia en las movilizaciones trabajan a favor de esta salida reaccionaria, entre ellas la Coalición Juvenil Revolucionaria que busca imponer la consigna de “traspaso del poder a un gobierno civil”.
Sin embargo, hasta el momento parece difícil que este intento del ejército y la clase dominante de desviar con un recambio cosmético del personal político sea suficiente para cerrar el ciclo abierto en enero. Los motores que impulsan el proceso revolucionario en Egipto, como una de las expresiones más avanzadas de la “primavera árabe”, son profundos y combinan aspiraciones democráticas luego de soportar décadas de despotismo y dictaduras, con demandas estructurales como el trabajo, el salario y el odio a la elite militar y civil que se viene enriqueciendo a costa de la pobreza y el sometimiento de la gran mayoría de la población, en el marco de una crisis histórica del capitalismo.
Justamente estas demandas llevaron a que junto con la movilización de las clases medias urbanas empobrecidas, los jóvenes y los desocupados, la clase obrera interviniera de manera decisiva para acelerar la caída de Mubarak y que, una vez instalado el gobierno de la Junta Militar, siguiera una oleada de huelgas sin precedentes con reivindicaciones políticas como la expulsión de las fábricas de los gerentes ligados a la dictadura, y un proceso de organización de sindicatos independientes contra la burocracia sindical. Algunos sectores, como los trabajadores textiles de Shebin al-Kom, al norte de El Cairo, impusieron con su lucha la renacionalización de tres plantas que habían sido privatizadas en 2007. En septiembre, miles de médicos, trabajadores de la salud, de la educación y del transporte mantuvieron una huelga histórica.
La gran lección del proceso Egipcio (y de la “primavera árabe” en general) es que ninguna de las demandas estructurales profundas del movimiento de masas puede ser resuelta en los marcos del capitalismo y que no alcanza con derribar a un gobierno, por más reaccionario que sea, sino que es necesario destruir el estado burgués y las relaciones sociales de explotación en las que se basa. (...)
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