x Thierry Meyssan
El veto al ataque a Siria sella el final de un periodo que comenzó con el derrumbe de la Unión Soviética y se caracterizó por el predominio exclusivo de EEUU
Por dos veces, el 4 de octubre de 2011 y el 4 de febrero de 2012, dos miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU han rechazado proyectos de resolución sobre la situación en Siria. El enfrentamiento se ha producido entre, de un lado, los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y, del otro, los de la Organización de Cooperación de Shangai (OCS).
El fin del mundo unipolar
Este veto multiplicado por cuatro sella el final de un periodo de las relaciones internacionales que comenzó con el derrumbe de la Unión Soviética y se caracterizó por el predominio exclusivo de Estados Unidos sobre el resto del mundo. Aunque no significa un regreso al sistema bipolar anterior a esa etapa, ilustra en todo caso el surgimiento de un nuevo modelo cuyos contornos están aún por definir. Ninguno de los proyectos de Nuevo Orden Mundial se ha concretado. Washington y Tel Aviv no han logrado institucionalizar el funcionamiento unipolar que querían imponer como paradigma intangible, mientras que los países BRICS tampoco han logrado crear el sistema multipolar que les hubiese permitido alcanzar el más alto nivel.
Como muy justamente predijera el estratega sirio Imad Fawzi Shueibi, es la crisis siria el elemento que ha cristalizado una nueva correlación de fuerzas y, a partiendo de ella, una redistribución del predominio que nadie había planeado, ni deseado, pero que hoy se impone a todos [1].
De forma retrospectiva, la doctrina de Hillary Clinton de «liderazgo desde la retaguardia» se ve como un intento de Estados Unidos por poner a prueba los límites que ya no puede sobrepasar, pero haciendo recaer la responsabilidad y las consecuencias de su experimento sobre las espaldas de su aliado británico y, sobre todo, de su aliado francés. Son estos últimos quienes asumieron el papel de líderes políticos y militares en el derrocamiento de la Yamahiria Árabe Libia y quienes también han tratado de hacerlo nuevamente para derrocar la República Árabe Siria, aunque actuaban en realidad como vasallos y contratistas del Imperio estadounidense. Son por lo tanto Londres y París, más que Washington, quienes cargan con el peso de la derrota diplomática y tendrán por consiguiente que sufrir las consecuencias de este revés en términos de pérdida de influencia.
Ante los recientes acontecimientos, los Estados del Tercer Mundo no dejarán de sacar sus conclusiones: quienes tratan de ponerse al servicio de Estados Unidos, como Sadam Husein, o de negociar con el Imperio, como Muammar el-Kadhafi, se exponen en definitiva a acabar siendo ejecutados por las tropas imperiales y sus países podrán ser destruidos. Por el contrario, sobrevivirán quienes resisten como Bachar al-Assad y saben establecer alianzas con Rusia y China.
Victoria en el mundo virtual, derrota en el mundo real
El fracaso del CCG y de la OTAN muestra la aparición de una correlación de fuerzas cuya existencia ya muchos sospechaban, pero que nadie había podido comprobar hasta ahora: los occidentales han ganado la guerra mediática, pero han tenido que renunciar a la guerra militar. Parafraseando a Mao Zedong, se han convertido en tigres virtuales.
Durante esta crisis, y aún en este instante, los dirigentes occidentales y los monarcas árabes han logrado embaucar no sólo a sus propios pueblos, sino a gran parte de la opinión pública internacional.
Lograron hacer creer que la población siria se había sublevado contra su gobierno y que este último había desatado una sangrienta represión contra esa contestación política. Sus canales de televisión vía satélite no se limitaron a mostrar imágenes previamente editadas de forma tendenciosa para engañar al público sino que incluso rodaron en estudio imágenes de ficción destinadas a satisfacer las necesidades de su propia propaganda. O sea, el CCG y la OTAN fabricaron y dieron vida mediática, a lo largo de 10 meses, a una revolución que existía únicamente en imágenes mientras que, en el terreno, Siria tenía que enfrentar una guerra de baja intensidad impuesta por elementos armados de la Legión Wahhabita respaldados por la OTAN.
Sin embargo, al utilizar Rusia y China por vez primera su derecho al veto y al anunciar Irán su intención de combatir junto a Siria en caso de necesidad, Estados Unidos y sus vasallos han tenido que admitir que insistir en su proyecto los llevaría a una guerra mundial. Al cabo de meses de tensión extrema, Estados Unidos ha tenido que admitir que estaba tratando de engañar al mundo y que las cartas de triunfo no estaban en sus manos.
A pesar de un presupuesto militar que sobrepasa los 800,000 millones de dólares, Estados Unidos no es más que un coloso con pies de barro. En efecto, si bien sus fuerzas armadas son capaces de destruir Estados en vías de desarrollo, debilitados de antemano por guerras anteriores o por largos embargos, como en los casos de Serbia, Irak o Libia, lo cierto es que las tropas de Washington no pueden ocupar territorios ni medirse con Estados dotados de capacidad de respuesta y con medios de llevar la guerra al territorio estadounidense.
A pesar de lo que el pasado parece demostrar, Estados Unidos nunca fue una potencia militar realmente significativa. Intervino sólo por poco tiempo en la fase final de la Segunda Guerra Mundial y ante un enemigo ya desgastado por el Ejército Rojo, fue derrotado en Corea del Norte y en Vietnam, no logró controlar absolutamente nada en Afganistán, se vio obligado a huir de Irak por miedo a ser aplastado allí.
Durante las últimas décadas, el Imperio estadounidense ha borrado la realidad humana de sus guerras y ha basado su estrategia comunicacional crear la impresión de que la guerra es una especie de videojuego. En eso se basan sus campañas de reclutamiento, así como la formación de sus soldados.
Así que hoy dispone de cientos de miles de aficionados a los videojuegos convertidos en soldados. El resultado es que, al menor contacto con la realidad, sus fuerzas armadas se desmoralizan. Según sus propias estadísticas, la mayoría de sus muertos no caen en cumplimiento del deber sino que se suicidan, mientras que un tercio de su personal en servicio activo padece graves trastornos siquiátricos que lo incapacitan para el combate. El desmedido presupuesto militar del Pentágono no logra compensar sus crecientes carencias en términos humanos.
Nuevos valores: sinceridad y soberanía
El fracaso de los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo y de la OTAN es también el de sus valores. Se presentaron como defensores de los derechos humanos y de la democracia, cuando en realidad han adoptado la tortura como sistema de gobierno y son en su mayoría contrarios al principio de soberanía popular.
La opinión pública de Occidente y de los países del Golfo carece de información sobre el tema pero el hecho es que Estados Unidos y sus vasallos instauraron, a partir de 2001, una vasta red de cárceles secretas y centros de torturas, incluso en países de la Unión Europea. Con el pretexto de la guerra contra el terrorismo sembraron el terror, secuestraron y torturaron a más de 80,000 personas. Durante ese mismo periodo crearon unidades de operaciones especiales dotadas de un presupuesto anual ascendente a 10,000 millones de dólares que ya han cometido asesinatos políticos en por lo menos 75 países, según sus propios informes.
En cuanto a la democracia, Estados Unidos ya ni siquiera se toma el trabajo de ocultar que esa palabra no es, a su entender, «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» del que habló Abraham Lincoln sino tan sólo el sometimiento de los pueblos a la voluntad de Washington, como lo han demostrado las declaraciones y guerras del presidente Bush. En todo caso, la Constitución de ese país niega el principio mismo de soberanía popular y Washington ha suspendido las libertades constitucionales fundamentales instaurando un estado de urgencia permanente a través de la Patriot Act. En lo que respecta a sus vasallos del Golfo, basta con recordar que se trata de monarquías absolutistas.
Ese modelo, que conjuga descaradamente crímenes a gran escala con discursos humanitarios, es el que acaba de ser derrotado por Rusia y China, dos Estados cuyo balance en materia de derechos humanos –por muy criticable que sea– no deja de ser infinitamente superior al del Consejo de Cooperación del Golfo y la OTAN.
Al recurrir al veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, Moscú y Pekín han asumido en la práctica la defensa de dos principios: el respeto por la verdad, sin la cual la justicia y la paz son imposibles, y el respeto de la soberanía de los pueblos y Estados, sin el cual no es posible forma alguna de democracia.
Ha llegado el momento de luchar por reconstruir la sociedad humana al cabo de un largo periodo de barbarie.
Red Voltaire
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