x Ismael Clark
Conceptuar los ecosistemas y la bioversidad bajo la óptica de servicios ambientales no justifica la pretensión de tratarlos como mercancía
El reconocimiento del valor de las funciones vitales que cumplen los elementos naturales y la biodiversidad en particular no puede esgrimirse como justificación para asignarles un precio y convertirlos en meros componentes del mecanismo económico capitalista,
Sin embargo, en eso reside el peligro mayor, a juicio de muchos observadores, de una de las lecturas en boga de la muy publicitada economía verde, a la cual se presenta como fórmula salvadora para emerger victoriosamente de la actual crisis financiera mundial, al tiempo que se enfrentan con eficacia los acuciantes dilemas ambientales.
El asunto dista de tener un puro interés académico, toda vez que se vincula de manera inexorable con la capacidad real de la civilización contemporánea para encontrar una fórmula de coexistencia con el ambiente natural compatible con la supervivencia de la especie, hoy seriamente amenazada.
El concepto de economía verde tiene su origen en el que, con aire triunfalista, se bautizó como Nuevo acuerdo verde global, planteado en 2008 por el Programa de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA). En 2009, el propio PNUMA publicó el informe denominado La economía de los sistemas y la biodiversidad y más recientemente en el año 2011 se publicó por esa instancia un extenso reporte bajo el título “Transición hacia una economía verde: Beneficios, Desafíos y Riesgos desde una Perspectiva del Desarrollo Sostenible”.
Los enunciados retóricos no dejan de ser atrayentes. Así, para el PNUMA se entiende por economía verde “aquel sistema económico que es compatible con el ambiente natural, que es amigable con el medio ambiente, es ecológico y, para muchos grupos, es también socialmente justo”.
Textos del propio órgano de Naciones Unidas han apuntado que para considerar verde la economía deben tomarse en consideración criterios básicos como la justicia social y otros tan candentes como “el derecho de los países pobres y de la gente pobre al desarrollo y las obligaciones de los países ricos y de la gente rica de cambiar sus niveles de consumo excesivos”.
Los capítulos que componen el informe antes citado llevan títulos de por sí reveladores en cuanto a la complejidad y delicadeza de los asuntos, así como de la posibilidad de diversas lecturas. El primero de ellos se titula La macroeconomía de la economía verde. El segundo aborda el tema de Comercio, desarrollo sostenible y una economía verde: beneficios, desafíos y riesgos. El tercero y último lleva por título Desafíos de la economía verde y las políticas en el contexto del desarrollo sostenible, la pobreza y la equidad.
El resultado es que a pesar de la nobleza de los enunciados básicos, muchos temen detrás de ellos la intención de los grandes poderes económicos de poner precio a la naturaleza y sus funciones a partir del reconocimiento de su valor. Parece significativo que el principal coordinador de varios de los informes citados es un alto ejecutivo bancario transnacional, Paven Sukhdev, y que el mismo se haya referido a la biodiversidad como “un nuevo mercado multibillonario”.
No hace mucho el periódico Times de Londres publicó una lista de los veinte mayores ecobarones del mundo, haciendo constar la magnitud de su patrimonio y el principal campo de eco-inversión de cada uno. Valgan como ejemplo el conocido Bill Gates, con una fortuna estimada en 26 mil millones de libras esterlinas, ahora interesado en los combustibles renovables o el caso del alemán Michael Otto, de patrimonio estimado en 13,2 mil millones de libras, invirtiendo actualmente en el campo de los “productos verdes”. La suma de esas veinte fortunas asciende a la friolera de 211,8 mil millones de libras esterlinas.
Más allá de cualquier prejuicio, lo cierto es que no pocos observadores vienen alertando con insistencia acerca de las graves limitaciones que subsisten en la práctica tras los atrayentes enunciados que forman parte del complicado y a veces contradictorio andamiaje conceptual de la llamada economía verde.
La ecologista mexicana Sandra Guzmán ha llamado la atención con respecto a que el tema de fondo en cuanto a la economía verde, economía ecológica o economía baja en carbono, como otros han preferido identificarla, estriba en que “en su visión de mantener el crecimiento económico ha perdido de vista...que los recursos naturales en el mundo se están acabando”.
Es pertinente recordar que sobre el tema de los recursos naturales y su agotamiento, en un famoso artículo publicado en la reconocida revista Science hace más de cuarenta años (1968), el norteamericano Garret Hardin planteó un dilema sobre cuya solución todavía se polemiza pero cuyas premisas permanecen inalterables. El trabajo se titula en inglés The tragedy of commons y ha pasado a ser considerado un clásico de la literatura sobre los bienes naturales.
En dicho artículo, el célebre ambientalista plantea una situación problémica en la cual varios individuos, motivados exclusivamente por su interés personal y actuando de modo independiente aunque racional, terminan por destruir un recurso compartido limitado —el bien común— aunque a ninguno de ellos conviene que tal destrucción suceda, ni en el sentido individual ni como interés colectivo.
Por su parte, la abogada brasileña Larissa Ambrossano ha denunciado en un reciente artículo que, a su parecer, el intento de reanimar los compromisos en torno al “desarrollo sustentable” a partir de la fórmula de la “economía verde” no es sino un retorno a un viejo enfoque reduccionista de la economía ambiental, que subordina los componentes social, ambiental y económico a los mandatos del mercado.
Para esta autora, la nueva propuesta asume que la degradación ambiental sería meramente una “falla de mercado” y no hace sino traer al primer plano la vieja tragedia planteada por Hardin, ahora expresada en el hecho de que la ausencia de derechos de propiedad sobre los bienes comunes (como el aire, el agua) conduce a que no haya ningún incentivo para su preservación.
Es probable que todo lo apuntado no sea sino el reflejo de lo que el conocido intelectual portugués fundador del Foro Social Mundial, Boaventura de Sousa Santos expresó en una entrevista publicada a fines del pasado año, cuando calificó a la economía verde como la “conciencia máxima del capitalismo”. Para él economía verde o capitalismo verde no es sino transformar la crisis ecológica y ambiental en un recurso de acumulación capitalista, que incluiría los mercados del carbono y una nueva rama industrial de los servicios ambientales, todo ello bajo una apariencia de sostenibilidad.
A fin de cuentas, se trata de la necesidad de afrontar una conclusión a la que muchos ambientalistas y movimientos sociales han arribado hace mucho tiempo, y es que el desarrollo, tal como se entiende por el capitalismo contemporáneo, NO es sostenible, y que la sustentabilidad exige otras formas de ver las cosas y no puede seguir la lógica del capital.
A la luz de todo lo anterior, se desarrolla un intenso debate internacional en la ruta hacia la próxima conferencia internacional Río+20. Un señalamiento significativo fue realizado a fines del pasado mes de enero por el gobierno de Ecuador, divulgado por Prensa Latina. En él se consigna que el debate principal debe centrarse en la limitación de la producción y el consumo y no en la expansión económica “vía la economía verde”.
Una portavoz del gobierno ecuatoriano enfatizó que la discusión real debe ser acerca de cómo poner límites al crecimiento desmesurado, a la concentración de la riqueza y al consumo de los países desarrollados. En ese contexto criticó que el borrador del documento en circulación no refleje un adecuado balance y, entre otras graves limitaciones, no reconozca que las crisis financiera, económica, energética, alimentaria y climática son “síntomas de la crisis del modelo económico y de los estilos convencionales de desarrollo”.
Por su parte, ya a mediados del pasado año Cuba había enfatizado en el seno de la ONU la necesidad de un orden económico internacional diferente, más justo y equitativo como elemento clave del concepto de economía verde. En tal sentido subrayó que hay que garantizar a los países en desarrollo los medios financieros necesarios para alcanzar el desarrollo sostenible, incluyendo la adopción de las tecnologías necesarias para ese propósito.
El embajador cubano en la ONU abogó entonces igualmente por la erradicación del intercambio desigual, el incremento de la colaboración y la ayuda oficial al desarrollo y reclamó la modificación de los actuales patrones de producción y consumo. Insistió en evitar ver el medio ambiente como un simple componente infraestructural, así como en el peligro de que una visión como esa propicie esquemas de privatización de la naturaleza, con sus negativos efectos sobre el desarrollo económico y social.
El tema de la economía verde se aborda en un reciente número de la revista América Latina en Movimiento. En su introducción se expresa que la misma se ha convertido en la expresión más reciente del inacabado debate sobre el desarrollo sostenible, así como que “para unos, constituye la última esperanza de éxito en la tarea de encarar (o eludir) el problema fundamental… que es el de la capacidad que tenga (o no tenga) el orden mundial realmente existente para transformarse en el protagonista de su propia salvación”.
Para otros se trata, sigue diciendo, de un mero ardid diseñado para distraer las miradas y las energías de la atención a las verdaderas causas de origen de la crisis ambiental global que padecemos.
En cualquier caso, podríamos resumir, habrá que seguir luchando porque sea la cooperación y el uso compartido en equidad y no la apropiación privada y la explotación con fines de lucro, lo que marque el destino de nuestros insustituibles bienes naturales comunes.
Cubarte
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