Eduardo González Cueva
W. B. YEATS
Las elecciones estadounidenses de este año transcurren en un ambiente de resignación y pesimismo. Del lado demócrata están frustrados quienes esperaban a un Obama que —como Roosevelt durante la Gran Depresión— recrease el Estado y consolidase el prestigio internacional de los Estados Unidos. Del lado republicano, la mediocridad del candidato Romney no despertaría mayor interés entre los votantes si no fuera porque representaría la oportunidad de que la crisis económica desbanque a Obama.
Las elecciones se desarrollan en una escena internacional y doméstica tan tensa y riesgosa como la del fin de la era Bush. El término de la aventura iraquí no ha significado la salida del pantano para un Estados Unidos incapaz de defender sus intereses efectivamente en los múltiples escenarios planteados por la guerra contra Al Qaeda, la carrera nuclear de Irán y Norcorea, el inacabable conflicto en Israel y Palestina y la primavera árabe. En el terreno doméstico la recuperación económica no se afirma, dada la debacle de los socios europeos, y el conflicto entre poderes se acentúa.
Como en el poema de Yeats, la batalla tiene mal augurio: el frente no se sostiene y cunde el pesimismo entre los mejores; mientras los peores son los únicos que muestran energía e intensidad. En los últimos años, un verdadero pesimismo cultural se ha extendido: los columnistas de opinión comparan el momento actual con la crisis del Imperio Británico, y algunos se preguntan si la actual hegemonía estadounidense será reemplazada por un siglo chino o por un mundo anárquico y peligroso.
Por dónde empezar: El abecé del sistema americano
Todo sistema político debe producir resultados: decisiones efectivas que afecten al conjunto. El reto de un sistema democrático es hacerlo al mismo tiempo que incluye a la mayor diversidad posible de ciudadanos en el proceso de decidir. A lo largo de su historia, en los Estados Unidos cada expansión de la ciudadanía a nuevos sectores —clases populares, minorías raciales, mujeres, minorías sexuales— ha ido acompañada de tensión y violencia. La particularidad de la democracia estadounidense es que, pese a estos cambios dramáticos, el país ha mantenido las mismas formas institucionales creadas por sus fundadores. La Constitución de 1787 ha sufrido solo 27 enmiendas (esto es, cláusulas agregadas a las preexistentes) en más de dos siglos, y los ciudadanos de hoy siguen votando de acuerdo con los mismos principios y procedimientos que llamaron la atención de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX.
Veamos cómo funcionan (o no) estos instrumentos en las tres ramas del Gobierno.
La Corte Suprema
La Constitución tiene un mecanismo de enmienda tan complejo que el único instrumento práctico de ampliación de la ley básica es el conjunto de decisiones de la Corte Suprema, que es a la vez una sala de apelaciones y un tribunal constitucional. La Corte interpreta la Constitución caso por caso en aquellos litigios cuyas apelaciones decide aceptar. El instrumento fundamental de cambio político, de este modo, está en manos de nueve jueces vitalicios.
Los jueces no son electos, sino nominados por los distintos presidentes y confirmados por el Senado cada vez que se produce una vacancia por muerte o retiro voluntario. La composición de la Corte Suprema —dependiendo de cuán liberal o conservadora sea— está en función, entonces, de la longevidad de sus miembros y del curso de la sociedad, medido por la orientación de los presidentes que ésta elige.
En la actual Corte, cinco magistrados han sido nominados por presidentes republicanos y cuatro por presidentes demócratas. El resultado es que la tendencia general de sus votos es conservadora, y que en algunas decisiones fundamentales, como veremos, la Corte ha alterado el curso mismo de la contienda democrática.
Para traducirlo a términos peruanos: si tuviéramos este sistema, los jueces de la Corte Suprema/Tribunal Constitucional habrían sido nominados en los periodos presidenciales de Alan García (4 jueces), Alberto Fujimori (3) y Alejandro Toledo (2).
Cómo se elige al Presidente
El Presidente de la República, supuestamente el hombre más poderoso del mundo, es elegido por voto indirecto, a través de un mecanismo llamado “colegio electoral” por el cual los votantes eligen a “electores” que representan el peso demográfico de cada estado: los estados grandes, como Nueva York, California, Illinois o Texas, tienen muchos electores; los chicos, como New Hampshire o Vermont, muy pocos.
La singularidad del sistema consiste en que, en cada estado, el partido ganador se lleva todos los electores de ese estado. Así, un partido puede ganar por unos cuantos votos en, digamos, Florida, y llevarse todos los electores de Florida, sin importar cuán cercana haya sido la votación por su rival. Debido a la composición del electorado, hay estados que votan confiablemente republicano —los estados menos industrializados y menos urbanos— y otros que votan confiablemente demócrata. Quedan en duda solo los más heterogéneos, lo que produce una situación peculiar: un votante en Nueva York, donde siempre ganan los demócratas, puede ir o no a las urnas (el voto no es obligatorio), porque el resultado de su estado está cantado y sus electores están asegurados para Obama; la batalla no ocurrirá allí, sino en los “estados columpio” como Ohio o Florida, en los que el resultado no es claro y los dos partidos invertirán cientos de millones de dólares en la campaña.
Imaginemos este sistema en el Perú: al adjudicar todos los votos del “colegio electoral” departamental al partido ganador y ninguno a los perdedores, se crearía un irresistible incentivo para las alianzas que, inevitablemente, generarían dos polos. El sistema produciría siempre la victoria de alguien en primera vuelta y la reducción de los partidos políticos a dos grandes federaciones: tal vez una desde el APRA hacia la izquierda, y otra desde el APRA a la derecha.
Las elecciones estadounidenses de este año transcurren en un ambiente de resignación y pesimismo. Del lado republicano, la mediocridad del candidato Romney no despertaría mayor interés entre los votantes si no fuera porque representaría la oportunidad de que la crisis económica desbanque a Obama.
El Presidente de los Estados Unidos tiene iniciativa legislativa y controla el Poder Ejecutivo, pero no el presupuesto, y debe ir al Congreso (que es bicameral) para lograr la confirmación de cada uno de los miembros de su Gabinete y de centenares de jefes de agencias del Ejecutivo. Pero como, además, el Senado requiere —debido a normas inmemoriales— un voto de supermayoría (60 sobre 100) para decisiones importantes, el Presidente está siempre obligado a negociar y conceder ante las minorías. En realidad, el gran poder del Presidente reside en su facultad para vetar las leyes incluso aprobadas por el Congreso. El sistema reposa en la asunción de que tanto el Presidente como los legisladores buscarán cooperar en vez de entramparse mutuamente.
El Congreso
También el Congreso refleja el complejo sistema de pesos y contrapesos diseñado por los fundadores de los Estados Unidos: la Casa de Representantes, o Cámara Baja, que se renueva por completo cada dos años, revela el peso demográfico de cada estado, y sus miembros representan, cada uno, un distrito electoral, de modo que cada votante siempre tiene un (y solo un) representante en el Congreso.
Si traspusiéramos este sistema al Perú, la Cámara de Diputados reflejaría, como hoy, el peso de cada departamento: habría, digamos, 40 limeños y 5 cusqueños; pero cada diputado representaría a un “distrito electoral” específico, exactamente igual, en número de votantes, que todos los otros. Esto resultaría en que cada ciudadano tendría un y solo un representante en el Congreso a quien tomarle cuentas en el voto cada dos años. Como es obvio, los diputados vivirían en campaña permanente, puesto que su supervivencia política se pondría a prueba cada dos años.
El Senado de los Estados Unidos se renueva por tercios: también hay elecciones cada dos años, pero afectan solo a un tercio de los 100 senadores, cada uno de los cuales es elegido por seis años. ¿Por qué son 100? Porque corresponden dos senadores a cada uno de los 50 estados. Como resultado, el Senado no representa demográficamente al país, sino que lo hace geográficamente: un estado pequeño en población y ultraconservador como Kansas tiene tantos senadores como la gigantesca y progresista California. Y, recordemos, quien manda es el Senado, tanto o más que el Presidente.
Para traducir, otra vez, a términos peruanos: tendríamos un Senado de 50 miembros (contando al Callao). La pequeña Huancavelica, o Madre de Dios, tendrían dos senadores, igual que Lima. Los senadores de Lima y Callao serían solo 4 en una Cámara dominada por 46 provincianos. Y sería ese Senado el que aprobaría el presupuesto nacional y el que votaría por aceptar o no a cada ministro del Gabinete propuesto por el Presidente, a los jefes de la SUNAT, Foncodes, el Banco Central de Reserva, embajadores, jueces de las cortes supremas provinciales, jefes de la Policía y de las Fuerzas Armadas.
El problema
Este enrevesado sistema político afirma un equilibrio muy sólido entre las tres ramas del Gobierno, y entre las distintas unidades territoriales del Estado. El sentido del sistema consiste en impedir que una mayoría electoral se imponga a las minorías. Como es evidente, un sistema así supone una enorme necesidad de cooperación y que no haya penalidad alguna sobre los parlamentarios que votan distinto de cómo lo hace su grupo. Pero, como veremos, ese supuesto está ausente en la política estadounidense actual: el Presidente no logra persuadir a la minoría republicana de aprobar ninguna ley fundamental; los republicanos votan en bloque y rechazan todo proyecto de los demócratas, que responden de la misma manera.
De ahí que Obama solo ha logrado aprobar medidas importantes a través de enmiendas tan radicales a sus proyectos de ley que los han desfigurado, cediendo a las exigencias de uno u otro senador que pedía cambios sustanciales para dar su voto y llegar al número mágico de 60. Otra posibilidad ha sido aprobar decretos de urgencia, procedimiento que se lleva a cabo cuando el Senado se encuentra en receso, o bien invocando poderes especiales de tiempos de guerra.
Ése es el contexto institucional en el que entramos a las elecciones de este año. Están en juego la Presidencia, un tercio de las curules senatoriales y la integridad de los 435 miembros de la Cámara Baja. La moneda está en el aire. Si vota el 64% de electores hábiles, como ha ocurrido en las elecciones del 2004 y del 2008, más de 130 millones de votantes irán a las urnas; pero el resultado presidencial dependerá del voto de unos 10 “estados columpio” en lugares tan diversos como los estados industriales de Ohio y Wisconsin; rurales como Iowa y New Hampshire; estados multiétnicos como Florida o New Mexico. Ambas campañas deberán diseñar mensajes y ofertas electorales para seducir a votantes clave en esos estados. Los republicanos esperan obtener y gastar 800 millones de dólares en su campaña, cifra similar a la obtenida por Obama en la elección pasada.
¿Cuáles son las perspectivas de los dos candidatos? Lo discutiremos a lo largo de esta campaña.
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