En la madrugada del 11 de mayo, un comando conjunto de la DEA (la fuerza antidrogas norteamericana) y la policía local provocó un desastre en la Costa de Mosquitos hondureña.
Los agentes perseguían en helicóptero a una lancha supuestamente tripulada por narcotraficantes que llevaban un cargamento de cocaína. El cargamento había llegado desde Venezuela en avión y desde Honduras sería transportado por agua hacia los Estados Unidos, según la versión oficial. Pero los agentes, en lugar de apuntar a la lancha que se desplazaba en la oscuridad entre la selva, abrieron fuego contra otra lancha, iluminada y llena de pasajeros. Los disparos mataron a Juana Jackson Ambrosio (28), Candelaria Pratt Nelson (48) –ambas embarazadas– y a Wilmer Lucas Walter (14) y Enerson Martínez Henriquez (21). Luego, los agentes bajaron en un pueblo cercano, golpearon puertas, esposaron gente y cuestionaron a todos sobre dónde estaban los narcos.
Cuando salió el sol, ardieron cuatro casas en el pueblo de Ahuas (6.000 habitantes). El resplandor sorprendió a los líderes locales. ¿La policía quemaba las casas? No, se supo pronto: eran los mismos vecinos, que castigaban a aquellos que trabajaban para los narcos. “La droga nos pone a todos en peligro. La gente se quiere librar de este problema”, explicó Sinicio Ordoñez, presidente del Consejo de Ancianos de la comunidad indígena local.
La matanza llamó la atención sobre algo que la mayoría no sabía: la renovada intervención norteamericana en Centroamérica, esta vez no para luchar contra el enemigo comunista sino contra el narcotráfico, que en los últimos años se ha instalado allí de la mano de la violencia de pandillas, la corrupción policial (Honduras, el país más violento del mundo medido en cantidad de muertes violentas por habitantes, tiene una de las policías más corruptas del mundo) y el estallido de México. Los comandos de la DEA (los llaman FAST: Foreign-deployed Advisory Support Team, o equipo de apoyo desplegado en el extranjero) fueron creados en 2005 en la guerra de Afganistán para combatir a los traficantes de drogas que financiaban a los Talibán; también fueron empleados en Irak. Ahora han sido desplegados para una nueva guerra, esta vez en Centroamérica.
La administración Obama ha vuelto a aplicar la vieja política de los Estados Unidos, el prohibicionismo imperial, que incluye las incursiones militares y el entrenamiento de fuerzas locales que acaban cometiendo diversas tropelías. Como sugiere el New York Times: “…las oscuras circunstancias que rodean a los tiroteos (en Honduras) subrayan los éxitos y riesgos potenciales en que los Estados Unidos aumenten los esfuezos para ayudar a los pequeños gobiernos de América Central a batallar a contrabandistas de narcóticos bien armados y financiados, adaptando técnicas contrainsurgentes desarrolladas en las guerras de Irak y Afganistán”.
Esas políticas han fracasado estruendosamente en México, donde han obtenido un resultado exactamente inverso al buscado: el entrenamiento de fuerzas especiales propició la creación de los Zetas; la declaración de guerra total llevó a una violencia igualmente total por parte de los carteles; y la actividad de estos sigue siendo financiada con dinero, en su mayoría, de los consumidores de drogas norteamericanos y armada por los arsenales de venta libre en los Estados Unidos.
En la misma Honduras en que la DEA ensaya sus aventuras, el gobierno ha renunciado hace tiempo a la posibilidad de enfrentar al narcotráfico. Su razonamiento es sencillo y tal vez compartido por algunos de los votantes de México: como carecen de poder para enfrentar a ese poder criminal trasnacional y su propia policía es una de las peores del planeta, sólo queda esperar que gane el candidato el PRI y negocie con los carteles la reducción de la violencia. Mientras tanto, en la misma Centroamérica ha surgido una nueva nueva política, que va el sentido contrario. En El Salvador, el gobierno ha acordado una tregua con las pandillas que ha bajado el número de muertes en un espectacular 58 por ciento.
Aunque el gobierno salvadoreño niega oficialmente haber patrocinado el acuerdo, que atribuye a las pandillas mismas, otros países, como Guatemala, estudian seguir el mismo camino y hasta la OEA se ha interesado. Esta idea no ha surgido de la nada. Como nunca antes, la idea de despenalizar el consumo de, o legalizar lisa y llanamente, las drogas prohibidas corre por el continente con nueva fuerza y en boca de voceros antes improbables. En, por ejemplo, el propio presidente Otto Pérez Molina, ex militar, involucrado en las matanzas de la cruenta guerra civil, que ha propuesto la legalización a la vista del fracaso de la guerra.
Es una idea que está prendiendo también, inesperadamente, en América del Sur. Hace unos días, la Corte Constitucional de Colombia despenalizó el consumo y tenencia personal de marihuana y cocaína . Pero, sobre todo, una semana antes, el gobierno de Uruguay dio el mayor golpe al enviar al Congreso un proyecto de ley para legalizar la marihuana. Es el mismo presidente José Mújica el que propone, para combatir la inseguridad y el tráfico, que el propio Estado regule la fabricación y distribución de marihuana.
¿Cuál de las dos políticas primará en el continente? Esta es una de las tantas cuestiones sobre las que incidirán, también, las elecciones de mañana [hoy] en México.
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